América

UNA HISTORIA OCULTA DE LA GUERRA SUCIA
 

En México la guerra sucia de los años setenta del siglo pasado ha guardado en sus sótanos muchas historias que apenas hoy salen a la luz. Algunas de ellas, sin embargo, debido a la marginación y al trato discriminatorio que sus víctimas recibían aún antes de esos años, estaban doblemente condenados al silencio. Ése es el caso del pueblo Gitano, que en México vivió el maltrato y la persecución de militares como el hoy procesado general Mario Arturo Acosta Chaparro.

 

 

Por: Víctor Ronquillo

La época: mediados de los años setenta [del siglo pasado]; el lugar… cualquier brecha de camino a un poblado en las montañas de Guerrero. Un grupo de hombres armados asalta a una caravana de Gitanos. Siembran el terror, amenazan. “Queremos el dinero, todo el dinero”. Violaciones, tortura… un arma colocada en la cabeza de un niño. “¿Cuánto vale la vida de tu hijo?”.

Nadie sabe cuántos Gitanos murieron, cuántas familias enteras desaparecieron en esos años. El pueblo Gitano guarda memoria del dolor sufrido entonces, pero nunca hubo denuncia formal de lo ocurrido. Los viejos todavía se preguntan ante quién hubieran podido denunciar, si los autores de los crímenes tenían el respaldo de las autoridades, por decirlo así, usaban placa.

Ésta es una historia de impunidad que ha permanecido por más de treinta años como un secreto en el Pueblo Gitano de México. Una historia que jamás llegará a fiscalía especial sobre delitos de desapariciones forzada alguna, que tampoco forma parte de los informes presentados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Una historia del México de los años de la guerra sucia.

Pablo Rafael Luvinoff, patriarca de los Gitanos, denuncia la persecución sufrida por su pueblo en la época cuando la estrategia para combatir grupos armados justificó y ocultó muchos crímenes.

“En la década de los años setenta [del siglo XX] hubo una persecución atroz en contra del pueblo Gitano. Había una gavilla formada y apoyada por el general Arturo Acosta Chaparro”.

Uno de los principales ejecutores de la estrategia de guerra realizada en la década de los setenta fue el general Arturo Acosta Chaparro. Hoy el general permanece recluido en el Campo Militar Número Uno, bajo el cargo de fomento al narcotráfico. Distintas voces lo señalan directamente como torturador y responsable de una serie de crímenes perpetrados en los años setenta.

Pablo Rafael Luvinoff responde con un dejo de amargura cuando se le pregunta el porqué de la persecución en contra de su pueblo.

“Por dinero, sabían que los Gitanos llevaban consigo dinero, que viajaban con él siempre”.

 

El miedo, siempre el miedo

A los viejos Gitanos les cuesta trabajo hablar sobre aquella ola de violencia. Persiste el dolor. También el miedo. Familias enteras se quedaron en el camino. Se cuentan tristes anécdotas de lo ocurrido en los asaltos. Las peores amenazas siempre se cumplieron. Hay quien recuerda el episodio del inválido aquel que arrojaron desde lo alto de un camión de redilas para demostrarle a su familia que estaban dispuestos a todo. Era cierto aquello del dinero o la vida.

Los Gitanos conservan su historia a través de la palabra, de los recuerdos que se transforman en relatos. Les gusta decir que su tierra es el mundo. Después de llegar a México, de desembarcar en Veracruz, a principio del siglo pasado, se hicieron al camino. Con los años encontraron de qué vivir. Llevaron el cine mexicano a los lugares más apartados, las caravanas entraban a los pueblos cargadas de los sueños del cine, las adivinaciones de las cartas y los presagios encontrados en la palma de la mano. A veces se perdían las gallinas, pero la estancia de los Gitanos en las rancherías y caseríos era una fiesta.

El padre de Pablo Rafael Luvinoff cargaba en su camión un viejo proyector de treinta y cinco milímetros y una dotación de viejas películas mexicanas, de aventuras y rancheras donde siempre había un final feliz.

“Nuestro pueblo --afirma Luvinoff-- llevó el cine por todo el país, de rancho en rancho en la sierra, llegando a lugares donde ni siquiera conocían la energía eléctrica, donde era un verdadero acontecimiento ver entrar el camión y la caravana. La gente se emocionaba al escuchar el anuncio de que esa tarde habría función. Instalábamos una planta de luz, se montaba una carpa y la pantalla frente al sillerío”.

La entrada costaba un peso y todo el pueblo pagaba por la emoción de vivir cándidas aventuras campiranas. Las caravanas de cine ambulante recorrieron carreteras y brechas de todo el país. Los Gitanos tenían muy arraigada la costumbre de llevar su dinero con ellos.

Sobre cuándo y dónde ocurrió el primer asalto hay distintas versiones, pero fue en algún lugar apartado de Guerrero. Llegaron hombres armados, gritaban que eran del ejército, de la policía. Pudo haber muchos pretextos, buscaban a ladrones de gallinas, a Gitanos que engañaban a las personas, lo que fuera, querían el dinero. “Decían que el general Acosta Chaparro lo necesitaba”, recuerda Luvinoff, quien por entonces era muy joven.

 

Una vieja vendetta

¿Cómo se enteró el general Acosta Chaparro de que las caravanas de Gitanos recorrían caminos y carreteras llevando dinero, de que serían presa fácil viajando en camiones y sin ninguna protección?

Pablo Rabel Luvinoff es pastor en la Iglesia de los Gitanos de la colonia Del Valle de la ciudad de México. Cada domingo celebra un culto singular y sincrético, animado por la alegre música de su tradición.

Con el resentimiento de quien sufrió en carne propia el abuso, la vejación, responde a la pregunta: “Siempre hay un Judas”.

Los Gitanos no olvidan. “En la década de los años cuarenta se desató una vendetta --recuerda uno de los viejos de la comunidad, que prefiere que su nombre no sea mencionado-- gente muy mala tuvo que irse del país, vivieron en Guatemala y en Honduras. Cuando volvieron se relacionaron con Acosta Chaparro. Uno de esos Gitanos era su cuñado. No tenemos la certeza, pero se sabe que se casó con una de sus hermanas. El general protegió a ese hombre y a los suyos siempre. Esa gente fue de confianza para el general, eran sus ejecutores”.

Allá en el Rincón de las Parotas, en la sierra de Atoyac, en Guerrero, donde en los años setenta se vivieron crudas historias de represión cuando la llamada guerra sucia, donde las familias de cientos de desaparecidos todavía reclaman a los suyos, hay quien recuerda muy bien a “los cuñados” del general Acosta Chaparro.

Repudiado por los suyos, alejado de su pueblo, vive en una pequeña casa de madera, perdida en el monte, el testigo denominado T-24 en el Informe Especial Sobre Desapariciones Forzadas de la CNDH, dado a conocer a finales del año pasado [2001]. Su nombre verdadero es Zacarías Barrientos.

A Zacarías el ejército lo detuvo el 26 de septiembre de 1976. La única opción que tuvo para salvar su vida fue convertirse en delator. Sirvió ale ejército por tres años. Barrientos conoció las cárceles clandestinas, como la del cuartel militar en Atoyac y el famoso “Ferrocarril”, en Acapulco, según diversos testimonios situada frente a las instalaciones de la policía municipal de ese puerto.

“Los cuñados de Acosta Chaparro, los Tarines, eran los encargados de matar. Mataron a mucha gente. Eran de la confianza del general”, recuerda Zacarías Barrientos.

En el mencionado informe de la CNDH, este testigo, involucrado en la captura y la desaparición de Anastasio Barrientos Flores y otras personas en el poblado de Rincón de las Parotas, el 1 de septiembre de 1974, declara: “(…) había una versión de que ellos murieron en subterráneos que tenía la policía en Acapulco (…) eran enterrados en forma clandestina y quienes los ejecutaron eran los cuñados de Acosta Chaparro, de nombre: hermanos Tavires (sic)”.

Luvinoff no tiene ninguna duda: “Son los mismos, el cuñado de Acosta Chaparro y su gente. Eran hombres de toda su confianza, sus “madrinas”. Son los culpables de muchos ultrajes sufridos por nosotros”.

 

El hombre fuerte en las policías

La geografía de la persecución sufrida por las caravanas de Gitanos abarca los estados de Guerrero y Veracruz, donde operó el general Acosta Chaparro y después fue el hombre fuerte de las policías en distintas épocas.

“Fue en algún lugar apartado del estado de Veracruz, a finales de 1982 --recuerda Luvinoff--llegaron al campamento. Como siempre venían armados. Subieron a las mujeres a un camión y en otro pusieron a os hombres. Se los llevaban a algún lugar para hacer de las suyas. En eso llegó un hombre que estaba fuera del campamento y se percató de qué era lo que estaba ocurriendo. Siguió a los camiones para ver a dónde levaban a todas esas familias. En el camino se encontraron con una patrulla de la Federal de Caminos, que venía en sentido contrario y lo único que pudo hacer fue echarle el carro encima.  Automáticamente la patrulla lo interceptó y él le explicó lo que estaba pasando. La patrulla detuvo los camiones y logró que dejaran en paz a  la gente, pero los asaltantes se fueron, enseñaron credenciales de l policía como salvoconducto”.

Los Gitanos nunca denunciaron esos asaltos. “¿Qué valía más, la palabra de un general o la de un Gitano mugroso que vaga por le campo y los caminos?”.

A la lista de quién sabe cuántos desaparecidos en el pueblo Gitano habrá que sumar la de tres Gitanos que a principios de 1981 viajaron a Sinaloa con le dinero suficiente para comprar automóviles. Desaparecieron del hotel sin dejar rastro. Algo similar aconteció ese mismo años en Veracruz, donde seis Gitanos fueron secuestrados y meses después sus cuerpos encontrados en despoblado.

Lo peor es que como sólo pasa en las películas hollywoodenses de terror (y en nuestra realidad) el monstruo que se pensó había desapareado regresa y gruñe amenazante. Los Gitanos saben que cualquier día, esos hombres, las viejas huestes de Acosta Chaparro, pueden volver a atacar.

“Todavía hoy sigue habiendo amenazas a nuestro pueblo, injurias; sigue habiendo lo que podríamos llamar terrorismo antigitano. Son gente allegada al general, sus sobrinos, sus parientes”, denuncia Pablo Rafael Luvinoff, patriarca de los Gitanos en México.

Fuente: Actualidad Étnica

 

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