América

Los gitanos platenses
 
La vida de una comunidad que comparte tradiciones milenarias con rutinas propias de la modernidad.
 
 
A la trenza de Lili Marcovich la tapa un pañuelo. Un señuelo que indica la pérdida de su virginidad. Una pollera multicolor que le llega hasta los tobillos irradia los colores del arco iris. Como un cinto, lleva a la cintura una pequeña riñonera con monedas de bijouterie doradas compradas en Once. Prende un cigarrillo tras otro. De la misma manera toma mates sin parar. No sabe leer ni escribir pero es una experta en el arte de vender. No hay quién se resista a su par de almohadas a treinta pesos. Como una hormiga viaja y viajó, por todo el país y limítrofes, en busca de clientes. Cuando en 1979 se casó, su pretendiente pagó por ella diez monedas de oro. Una de las pocas tradiciones gitanas que se repite a comienzos del nuevo milenio. Dice que debería quitarse el pañuelo porque está separada y que en breve volverá a casarse. Lili es una de los 300 mil gitanos que vive en la Argentina. Que se resiste a no perder características propias de su cultura pero que incorpora nuevas costumbres. Un verdadero choque cultural que tiene a los gitanos argentinos como principales protagonistas.
 
El mundo entero los reconoce como verdaderos ciudadanos internacionales. La comunidad gitana se caracterizó por siglos por ser un pueblo nómade. Un estado sin territorio fijo. Sin límites geográficos. Algunos deciden vivir en casas pero los campamentos fueron y son su mundo. Su refugio en donde se atesoran historias, mitos y prejuicios. No mezclar la sangre gitana con la criolla es algo que se mantiene como un mandamiento. La complejidad a la hora de censarlos determina una estadística algo flexible. En los cinco continentes hay 15 millones de gitanos. Se presume que la Argentina alberga a unos 300 mil. 50 mil viven en el Conurbano y 20 mil viven en la Capital Federal.
 
"Tradicionalmente, los gitanos se han dedicado a la metalurgia, a la herrería, a la venta de animales y a la adivinanza de la suerte por parte de las mujeres; su nomadismo era mucho más acentuado, su lugar de residencia era exclusivamente la carpa, su medio de transporte, la carreta -explica Katzer-. Hoy, en la ciudad de La Plata - y como en todas las ciudades de nuestro país- los gitanos se dedican a la compra-venta de autos y algunas mujeres han debido insertarse económicamente como vendedoras ambulantes de artículos variados; han adoptado música, lenguajes (bilingüismo), ropas de la sociedad criolla como también han modificado pautas de asentamiento, como puede verse en el mayor sedentarismo y en la adopción de casa-en algunos casos- y mobiliarios".
EL COLMO

A tono con la modernidad, dar con los Marcovich no representa ninguna dificultad. Sus datos personales: nombre, apellido y dirección están estampados en la página 222 de la guía telefónica. "El colmo de un gitano es figurar en la guía -dijo un gitano al que se le consultó por la familia-. "¡Gitanos, eran los de antes!". La familia de Lili es extremadamente simpática. Abierta. La charla de la que participan varios Marcovich a la vez, incluida Nina su sobrina, está llena de curiosidades. De un lado y del otro. "¿Por qué les llamamos la atención?- pregunta Nina (41)-. Somos como nos ven. Así de simples. Comemos lo mismo que ustedes, bailamos regaetton, cumbia y cuarteto".
 
Los abuelos de Lili llegaron desde Rumania en el siglo XVIII. Sus padres, al igual que todos ellos, nacieron en Argentina. "Mi madre tuvo doce hijos: ocho mujeres y cuatro varones. Se ve que se entretenía -relata Lili-. Yo, si quiero, me podría sacar el pañuelo, ahora soy soltera. Mi marido me metió los cuernos. De eso no se salva nadie, ni gitanos ni criollos". Las preocupaciones de Lili no distan de las de sus vecinos criollos o gadyé (así denominan a los no gitanos). "La inseguridad me da mucho miedo. Veo el noticiero y me sorprendo todo el tiempo -relata y compara-. Muchas veces cuando salimos de gira por el interior a vender, la gente nos ve desde la ventana y no nos abre. Todavía nos tienen miedo, pero los que de verdad los asaltan visten como señores".
 
Instalados a siete kilómetros de la Plaza Moreno, Nina Marcovich responde sentada en los cimientos de su próxima vivienda. Las paredes de ladrillo hueco naranja enaltecen el orgullo gitano de Nina. Hasta que esté colocado el techo vive junto a su esposo, tres de sus cuatro hijos, su nuera y sus dos nietos en el colectivo modelo 1987 que está estacionado enfrente de la futura vivienda. El mismo que los trasladó por todo el sur argentino, Paraguay y Brasil. La sonrisa de Nina deja al descubierto dos dientes de oro que brillan en una tarde de sol. "No tengo paciencia para las letras, en cambio para las cuentas no necesito papel, las hago con esta (las pulseras plateadas de Nina chillan cuando con la punta del dedo toca la cabeza)".
 
Durante la primera presidencia de Perón se promulgó una ley que los obligó a establecerse y hoy sólo viajan por negocios. Prefieren comprar y vender cualquier producto a trabajar bajo relación de dependencia. La estrategia de Lili para vender las almohadas es simple: "Lo primero que les digo es 'no le cobramos para mirar'. Si la persona pispea, seguro que le vendo. Le bajo el precio o le regalo algo extra para que quede conforme". Con más de veinte polleras en su inventario personal y rompiendo un gran mito gitano, Lili afirma y advierte que, "nadie sabe el futuro, sólo Dios. Ahora si te maldice una gitana vieja, cuidate".
 
Marcelo, hijo de Nina, explica que por ser varón tuvo que ir a la escuela sólo hasta que aprendiera a leer y escribir. Con amigos criollos juega todas las tardes a las bochas. Sólo interrumpe este pasatiempo cuando está de gira, "en invierno nos vamos a Misiones y en verano al sur. Son entre dos y tres viajes al año", explica. Tiene dos hijos, Lautaro y Tobías, y una esposa, Natalia, por la que pagó una dote de 9 monedas de oro. Algo así como nueve mil pesos. "Fue hace dos años, todavía recordamos la fiesta de casamiento que duró una semana".
 
LA JERUSALEM
 
No es una carpa más en las siete que componen el campamento gitano de 132 entre 147 y 148. De ocho metros por catorce, con lonas en verde y azul es el punto de encuentro de aquellos gitanos y criollos que decidieron convertirse en evangelistas. Austera, limpia y decorada con cortinados en dorado confeccionados por Zulma, la líder espiritual gitana, el templo es el reducto sagrado cada martes, jueves y sábado pasadas las siete de la tarde. Con el permiso telefónico del pastor Alejandro Guttman y con la biblia en la mano, Zulma es redundante: "Soy mejor persona desde que me reconvertí a Cristo, él está vivo y me bauticé en su espíritu".
 
Cristo no es una muletilla en el léxico de Zulma. Lo pronuncia con devoción, esperanza y seguridad. Con sólo 26 años y una seguridad determinante confiesa que antes la pisoteaban. Que duelen más las palabras que los golpes. "Todo lo superé gracias y por Cristo. Soy mejor persona. Dejé de mentir, de robar. Antes me hacía pasar por muda, pidiéndole limosnas a las personas por la calle, eso era como robarles su dinero en la cara. Nunca más volví a mentir. Dios no me lo permite".
 
Mientras consigue una casa para alquilar, Zulma vive con su familia, su mamá Emilia y parte de sus hermanos, en un colectivo que está estacionado frente al templo. Vende productos de una conocida empresa de cosméticos multinacional, es la modista de varias gitanas para confeccionarles sus polleras y blusas y la más buscada por los criollos para hacerles los trajes de princesas para sus hijas. Son sólo actividades secundarias para quien quiere que la recuerden como "una sierva de Cristo".
 
No más mentiras por la calle, ni bingos y nada de casinos. Zulma no tardó en convencer a su familia a que la sigan en su fe. Todo comenzó cuando sacó a patadas y berrinches al pastor Guttman, que había sido invitado por un par de gitanos, del campamento de 143 y 46. "Vivía atormentada, hoy estoy feliz por la vida eterna", sentencia. Con un pollera que le llega a los tobillos y que oculta por momentos su par de botas, afirma que "sí quiero me pongo pantalones, no estoy obligada a usar algo que no me gusta -confiesa y sube la apuesta- No me gusta el tema de la dote. No comparto la idea de que se vendan las mujeres. Creo en la posibilidad de enamorarme de un criollo".

"EL CASADO, CARPA QUIERE"

Para el pastor Alejandro Guttman hay dos simbolismos que identifican a la comunidad gitana: "La pollera es su bandera y la tierra su mundo". Dice que le temen al ocultismo, que sólo dan una oportunidad, que son una comunidad muy cerrada y que para los hombres la mujer es su esclava, "la ponen en un lugar de sirvienta, desde nuestro lugar trabajamos para poner a la mujer gitana en lo más alto. Son generosos pero no les gusta sentirse defraudados -Guttman amplía y ejemplifica-. Al hombre le cuesta más acercarse a nosotros. De diez gitanos que vienen, ocho son mujeres y dos varones".
 
El pastor Guttman readapta el refrán "el casado, casa quiere". Están muy acostumbrados a vivir en grandes grupos familiares. En clanes. Por ello, la misión del pastor es que comiencen a tomar ciertas independencias de sus padres: "No es una tarea sencilla, pero de a poco ven la importancia que tiene ser hombres y mujeres libres". Diego y Jésica son dos de sus fieles seguidores. A la espera de Joaquín, la pareja que se juntó y que promete casamiento para después del parto, logró el sueño de la carpa propia.

Diego Brizuela se llama Diego Armando en honor a Maradona. Los tirantes de madera que sostienen su carpa están en estricto rojo y blanco. La decoración del resto de la carpa, a cargo de Jésica y pese a ser de Boca, no desentona. Diego es fanático de River. "En una casa me siento encerrado, para mí no hay nada igual que como vivir en la carpa. Me siento libre". Así como con los equipos de fútbol, la pareja tiene opiniones distintas. "A mi sí me gustaría vivir en una casa, pero tampoco me molesta vivir así". Televisor plateado y equipo de música potente sobresalen detrás de las cortinas que separa los dos ambientes.

Jésica asegura que es tímida y cada tanto pide permiso a Guttman para contestar. Habla de comidas típicas y de las otras. Recomienda el estofado con lechón y repollo, pero reconoce que su especialidad son las milanesas con papas fritas. Diego relata que pagó por Jésica 10 mil pesos y que el casamiento llegará en breve. Cuando Diego está trabajando, Jésica se encarga de todo: limpiar, cocinar y orar. "Como Zulma, me dedicaba a mentir, a decir que era muda. Desde que soy evangelista logré superar la mentira. Soy una persona más feliz".
 
Una moto recién lustrada y un Fiat 128 esperan compradores a metros de la carpa de su dueño. Diego comenzó hace poco con el tema de la compra y venta de autos usados. Por el momento tiene dos unidades a la venta pero sueña con la posibilidad de crecer. "Un gitano de Tandil tiene 200 camiones, y va por más -sintetiza Diego-. Los que yo vendo están todos en regla, tienen los papeles en regla y la verificación policial en orden. Sino cuesta mucho vender un auto, el criollo mantiene el prejuicio de que vendemos autos truchos".

El mecanismo de Diego es simple. Compra autos usados que piden mecánico con urgencia. Su propia naturaleza de haber nacido entre fierros lo convierte en un experto mecánico. Una vez reparados y con el chapista amigo que no puede faltar, los rodados quedan listos para la venta. Como un su momento, en sus orígenes más remotos, los viejos gitanos se dedicaron a venta de caballos, siglos después la tradición mutó en los nuevos medios de transporte. Son vehículos baratos entre cuatro y diez mil pesos.
 
El pastor Guttman advierte de los peligros de robos que muchas veces amenazan a los gitanos. "Como no confían en los bancos, suelen ser víctimas de asaltos. Ellos mismos atesoran su propio dinero". La ausencia del patrimonio los deja en evidencia. La camaradería y la solidaridad entre los propios gitanos funciona como una verdadera arma de protección. Suelen cerrar las operaciones siempre con algún familiar o conocido, nunca solos. En el transcurso que duró la entrevista, un flamante Peugeot 504 amarillo encontró nuevo destino.

Así como su cultura responde a mandatos milenarios muchas veces desconocidos, la sociedad mantiene todavía ciertos prejuicios y mitos propios del desconocimiento. Del miedo a lo desconocido. Algo que les sucede a gitanos y criollos. La desconfianza es una de las barreras que ambas culturas padecen. Superarla, seguramente, dependerá de las dos. Mientras tanto, la adaptación y la tolerancia recorre un camino que nadie sabe dónde y cómo culmina.

Fuente: Quilmes Presente

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